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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

El Entroido, o el tiempo que cabe en un beso

El Entroido, o el tiempo que cabe en un beso

Lo que significa para mí el Entroido:

 

EL ENTROIDO, O EL TIEMPO QUE CABE EN UN BESO

Y como se vino, se fue. Marchó como una exhalación: vibrante, brillante, relampagueante, lleno de colores, sonidos y sensaciones que pronto se unirán a nuestra mochila de equipaje personal.

Un Entroido en el que el buen tiempo nos acompañó todos los días, un Entroido en el que el ritual se siguió a pies juntillas: arrancamos el jueves de compadres, con sus petardos ensordecedores, la cenita en el Brasil con las intervenciones de la charanga (¿qué haríamos sin música en el mundo?¿valdría la pena?), la aglutinación del gentío engabardinado con sombreros y miradas buscadoras de la complicidad nocturna, el juicio del maragato y los locales, llenos de todo tipo de hombres (jóvenes, mayores, adolescentes, jubilados...) y la presencia ineludible de la estríper, una pieza clave en la noche masculina de Verín. Cada local hizo su apuesta, y creo que el Revólver (uno de los mejores locales de Verín) escogió a una chica mucho más guapa que en años anteriores pero realmente torpe a la hora de seducir a una turba de chuzas, avinagrados unos, eufóricos otros, pícaros casi todos. Una noche llena de canciones, grupitos de gente fumando a la entrada de los locales al principio de la noche, pero dentro una vez avanzadas las copas. Una noche divertida que nos da un respiro de siete días antes de retomar esta liturgia maravillosa que se viste con máscaras y harina.

El domingo (Corredoiro) es el día del primer desfile, ese que te pierdes por no despertarte a tiempo (es a las once y te has acostado a las nueve y media...), es el día en el que la plaza se llena con una de esas orquestas que cantan de todo un poco y te entretienen un buen rato. Es el día en que los cigarrones han desfilado luciendo sus trajes, moteando de rojo y blanco y azul y amarillo las calles de un Verín que hoy se pone coqueto, con esos niños que corretean con sus chocas diminutas, aprendiendo a dar latigazos, sintiéndose parte de un ritual iniciático que los acompañará para siempre. Es el domingo en el que ya hay explosiones de harina, carcajadas de luz y sabores, estallidos de rojo y rosa y amarillo en la verbena, en las atracciones (tanto las de la feria como las de los feriantes y visitantes...), un domingo en el que el tiempo no termina de acompañar pero te da igual.

Luego viene la noche de comadres, el jueves siguiente, la ocasión en que tan sólo ellas pueden cenar en los bares y restaurantes, so pena de abucheo y bombardeo de tapones, corchos trozos de pan. Es la noche en que se tira la casa por la ventana, es la noche en que los hombres debemos ponernos faldas, pelucas, tetas y maquillaje si queremos salir con ellas. Es su noche. Una oportunidad para comprobar por qué tardan tanto al ir al baño (odio las medias, pantis, leotardos y demás instrumentos de tortura ideados para hacer caer los calzoncillos por detrás, poco a poco). Una noche en la que la multitud se reúne para atravesar el puente y regresar a la plaza. Una noche para compartir miradas, copas, besos furtivos, secretos, mentiras y verdades. Una ocasión para escuchar el pregón, oír las chocas de los cigarrones y ver a la Reina del Entroido con sus mejores galas. Una noche en la que aunque te disfraces de mujer policía (con gafas enormes de sol, todo maquillado, con peluca rosa fosforito, unas enormes tetas con purpurina, un mono de policía, unas medias negras encima, una microfalda en la que apenas cabes y una porra que acabas perdiendo en la multitud) sabes que algunas normas están por escribir (y otras están mal escritas). La noche en que de repente te ves a ti mismo a las diez y pico de la mañana, bajo un sol castigador que te señala con el dedo y deja caer sobre tu cuello la furia de lo razonable aplazado por lo deseado, regresando a casa con el disfraz destrozado, la cara emborronada, las calles vacías, sucias, con coches que pasan a tu lado escaneando tu perfil, con personas que madrugan para ir a trabajar, a misa, al supermercado o a dar una vuelta y se cruzan con un ser esperpéntico, desorientado, fuera de lugar.

El día siguiente, viernes de compadreo, es un día que empieza tarde, muy tarde: con suerte te despiertas para ir a comer, pues el vermú pasó hace tres o cuatro horas... Te preparas para recibir en tropel a tus amigos y a las ocho, disfrazados los diez de animales de la granja (tú vas vestido de gallo, con un sombrerito inverosímil con forma de gallo, cresta y pico, y con un incómodo pantalón que se te cae porque pesa la cola), cogéis el autobús que os lleva a Laza, lugar entrañable, pintoresco, atávico y ancestral que celebra su 6ª jornada gastronómica en un pabellón donde te dan de cenar cocido, bica y xastré, delicioso licor verdoso que te regalan.

El folión irrumpe varias veces en la sala y llena tu cabeza con su ritmo, persistente, testarudo, hermoso, tribal e hipnótico. En repetidas ocasiones te levantas de la mesa para bailar, cantar canciones con la charanga, hacer una conga o sacarte fotos con tus amigos. Una cena que termina con la excursión de los fachóns (antorchas que iluminan la procesión que atraviesa Laza en una noche de misterio, belleza y ensueño), para acabar tomándote unas copas en el Ardillas, mítico local lazano por el que hay que pasar. No lejos de él aún se respira el aire ancestral que acuna a su figura más legendaria y carismática: el peliqueiro. Un ser de luces y sombras que con su danza milenaria y el acompañamiento de sus chocas da vida al que es uno de los Entroidos más antiguos del mundo. A menudo se le confunde con el cigarrón, pero son dos figuras diferentes que implican formas muy dispares de vivir la fiesta. Después llega la hora de regresar a Verín en el autobús de las dos, y al llegar visitas los locales de bailoteo que más te gustan para volver a casa no demasiado tarde.

El sábado amaneces otra vez cansado, pero con tantas ganas de celebrar el Entroido que tras una ducha milagrosa te renuevas y comes con tus invitados. Es el sábado de Entroido, el día en el que te despiertas sobresaltado por ver que ya es tarde y tienes invitados en casa, y te los encuentras abajo cocinando, hablando, desayunando, todo a la vez, comentando las experiencias de Laza. Por la tarde vais a la plaza, donde te encuentras con amigos, compañeros y demás, y tras dar un paseo bajo la lluvia (vestido de un no tan heroico Perseo, con la cabeza de la Gorgona metida en una bolsa cutre azul que temes acabar tirando a la basura por descuido) compras las seis empanadas que habías encargado en Roscas, una fantástica panadería que hace todo tipo de empanadas.

Vuelves a casa a cenar con tus amigos esas hamburguesas que compraste en la compra del súper y terminas con ellos en la plaza tan sólo unas horitas después, vestidos de piratas y preparados para reventar el carnaval. Orquestas que desafinan, bailan mal, se equivocan un número ilimitado de veces comparten espacio con orquestas profesionales, con un buen repertorio, unos temas muy bien enlazados, grandes voces y mucho gusto musical. Lo grande de esta fiesta, lo que la hace única, es que te acaba dando igual: la celebración va a ser igual de intensa con buena o mala música.

Tu grupo de amigos se reúne con el grupo de profesores y sus amigos, que están disfrazados de demonios y seres de la noche, con un utilísimo carro de la compra lleno de cervezas, con velas y adornos de todo tipo. Tus amigos y tú seguís bailando en la abarrotada plaza donde es casi imposible dar un paso sin partir dos tobillos, un cuello y empujar a seis personas (todo a la vez), pero eso también da igual: la sensación de belleza es tan grande, tan emocionante, que tu cuerpo se convierte en un escaparate de emociones que te deja ver realidades desconocidas. Sigue la noche y, aunque hay bajas en el grupo, el ánimo de divertirse preside la jornada y te ves amaneciendo en la churrería de la alameda.

El domingo de Entroido es el día siguiente, y vuelves a despertarte tan tarde que la comida ya está hecha. Tus amigos están preparándose para marcharse a Vigo, y eso crea cierta sensación de final y nostalgia que tan sólo es un anticipo de lo que te espera el miércoles. Después de aligerar las cosas y recoger la casa, vais al castillo de Monterrei, magnífico monumento que algunas noches parece flotar sobre el valle, resplandeciendo entre claroscuros de otra época, y otras veces te guiña un ojo y te invita a entrar, atravesando sus entrañas históricas, contemplando desde su alta torre las tierras que una época remota le pertenecieron. Se marchan mientras te tomas algo en el Jamón jamón vestido de troglodita, y quedas con tus amigos profesores.

Te encuentras con amigas entroideiras que no se pierden la cita aunque el amor los haya arrastrado a Zaragoza, compartes bailes y copas en locales como el Fidel´s, el Aturuxo o el Alén, disfrutas del ingenio popular viendo disfraces alucinantes e improvisadas discotecas incrustadas en furgonetas y te alegras de que aún sea domingo y queden dos días por delante. Sales por los locales de marcha y regresas a casa acompañado por el sol, el nuevo día al que vuelves a llegar tarde y caminas sobre tus pasos.

El lunes fareleiro es el día en que más harina te echan, pero hay que diferenciar dos maneras de hacerlo: cuando una chica angelical vestida de caracol se te acerca y te dice “te voy a echar harina”, espera a ver tu reacción mientras te esparce harina por la barbilla y desaparece en un acto de complicidad cómico-festiva, la tradición se mantiene, implica a todos en la idea de que hay que taparse la cara, distorsionar la realidad aburrida que nos puede oprimir y hacerle un corte de mangas a la rutina. Sin embargo, cuando te echan un saco de harina por encima, te quitan la careta o te estropean el disfraz para echarse unas risas, entonces la tradición es una excusa para realizar actos vandálicos impunemente. Me hace gracia la idea de que el jueves de comadres, al salir del instituto, los alumnos y los exalumnos te esperan apostados en la entrada, dispuestos a vaciar los sacos de harina que llevan custodiando desde la tercera hora de la mañana. Es una transgresión cómica, divertida, una ocasión que pocos se pierden para hacer justicia con ciertos profes, y la verdad es que me parece divertido siempre que a nadie le caiga un alud de harina. El lunes fareleiro es un día de mucha actividad entroideira: puedes irte a Laza y vivir la farrapada de la mañana, el descenco se la Morena, las hormigas, la harina, la danza de los peliqueiros y los tojos soplanucas. Puedes irte a Oímbra a la fiesta de las bodegas, siguiendo a la charanga y visitando las distintas bodegas, donde te invitan a vino, comida (chorizo, queso, bica, empanada, caldo...) y buen ambiente. En este lugar, que acabas decidiendo ir a visitar este año vestido de mejicano, también te tiran hormigas, harina, líquidos desconocidos y te apagan las luces en algunas bodegas. Todo es compartir, celebrar, sumar. Pasarlo bien en buena compañía, respetar la tradición, valorar lo que hay de bueno en cada lugar y tener ganas de diversión, transgresión de las normas y olvidarse por unos días de la crisis y los problemas del día a día. Al regresar a Verín cenas y sales de marcha, vestido de pirata otra vez, y vuelves a verte con el sol sobre tu cabeza, viendo cómo se alarga tu sombra y juega al escondite contigo.

El último día de este entroidiño que nos dice adiós es el martes de Entroido, un día en el que por la mañana sigues en la madriguera, durmiendo un poco para no morir en la ambiciosa empresa de cerrar todos los bares, un día en el que por la tarde no te pierdes el desfile de comparsas donde la gente no escatima en originalidad, desenfado, ilusión y ganas de aprovechar cada día como si fuese el último. Tras un descanso quedas para cenar, y sales a darlo todo porque es tu última oportunidad, es el final de este Entroido, se acaba y no quieres dejarlo ir sin decirle un par de cosas: quieres aprovechar los bailes de la calle de las cervecerías, quieres escuchar a las dos orquestas en la plaza, quieres ir a bailar a los locales y pubs, quieres ver amanecer una última vez más y constatar que realmente se acabó, que ya no hay nada más que puedas hacer por él, que el tiempo se acabó y tú estuviste ahí, viviendo intensamente cada día de carnaval, cada momento que pudiste aprovechar.

Somos tiempo; somos momentos vividos y no vividos; somos malos recuerdos, excelentes recuerdos y deseos por realizar; somos la picardía que no mantenemos, a ingenuidad que nunca tuvimos y el valor que a veces se nos escapa en abandonos y descuidos; somos caras con y sin careta, conocidos y desconocidos que se saben multiformes, imprevisibles o aburridos, vivos o muertos; somos cada instante que hemos aprovechado y cada mañana que nos hemos perdido por dormir a deshora; somos el afecto que provocamos en quienes nos rodean, pero también su odio, su envidia o su desprecio; alimentamos charlas de café llenas de imprecisiones, calumnias y dedos que señalan, pero también somos sorpresas que se preparan para dar afecto a alguien, mensajes escritos en el móvil y nunca enviados por temor y por supuesto conversaciones inesperadas e inconfesables.

Somos todo eso, y mucho más, y la única época del año en la que se nos permite ser libres, compartir sueños y exteriorizar inquietudes sin la censura del qué dirán es el Entroido, una época de año que cada vez está en un lugar diferente, en un mes distinto, en una climatología diferente, pero que siempre nos alegra el corazón, nos hace más visibles a nosotros mismos y nos recuerda que somos tiempo.

Y el Entroido es el período en el que el tiempo se para, y nos permite oler lo que queremos ser, saborear lo que queremos ver, morder lo que no queremos dejar escapar, en una palabra: vivir.

El Entroido es vida.

Otros enlaces de interés:

Cliqueando aquí accederéis a otro texto relacionado.

Cliqueando aquí accederéis a la maravillosa descripción que Teresa Losada hace del Entroido.

3 comentarios

César -

Realmente acertado, no esperaba menos.
Podrías hacer una propuesta para el próximo año y es que despues del miercoles de ceniza ... VUELVA EL JUEVES DE COMADRES, así sería carnaval 15 días seguidos

teresa -

Y aprovecho para mandarle un beso gordo a Isa, que tengo muchas, muchas ganas de verla. Muac, guapa!

teresa -

Gracias por las menciones (sobre todo la de tu crónica), bueno, y por todo.

Por suerte no tuviste que incluir en tu crónica lo que es irte cuando todos se quedan... y tener que dejarte el corazón y la cabeza, y volver a casa y a clase sin corazón ni cabeza...

Un texto como este es más que suficiente para nombrarte hijo predilecto del entroido verinés (título que no se alcanza sin arduo entrenamiento, que tú está claro que has efectuado con esmero, dedicación... y corazón, que es lo realmente imprescindible)

Besos y ánimo para la vuelta!!