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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

Un cuento de hadas sin hada... Nuevo relato

Un cuento de hadas sin hada... Nuevo relato

Hace no mucho regalé a alguien muy especial para mí un cuento que se titula "La Cenicienta que no quería comer perdices". Como me recordó muchísimo a esta persona decidí secuestrar el título, modificarlo un poco y contar otro cuento... Un cuento en el que al Hada madrina no le sonó el despertador a tiempo y el Príncipe azul se equivocó de tren...

CENICIENTA NUNCA QUISO COMER PERDICES

Un frío que taladraba los tobillos, partía en tres las plantas de los pies y estrujaba los dedos se apoderó de los presentes.

Solía ocurrir en los funerales.

El único que no llora, que no se estremece, que no sonríe o llora sin ganas, que no besa a auténticos desconocidos... es el muerto.

Los demás son extras que a duras penas dedicarán unos minutos de compromiso a reconocer la valía póstuma y se marcharán cuanto antes a sus banalidades: el pan del supermercado, los huevos kinder, la leche semidesnatada con omega 3...

Todos menos el muerto y la persona que más le quería en el mundo: su hija.

Llamémosla Cenicienta.

Una mujer que con seis añitos heredó todo el encanto de su difunta madre, pero también un vacío que la acompañaría toda su vida colgado de sus orejas.

Una mujer que lo fue mucho antes que sus compañeras de clase, que recibió bofetones inmerecidos por profesores envenenados con el odio del sistema franquista, que también recibió premios por sus calificaciones (único reconocimiento)...

Una mujer que tuvo que compartir a su padre con una viuda sedienta de dinero y una hermanastra enfermiza, delgaducha, fea y mala que venía colgada de su brazo cual zarigüeya mezquina.

Una mujer que asumió todas las penurias que el cuento describe, pero que (a diferencia de aquella joven, hermosa, agraciada y en el fondo millonaria princesita) era realmente una joven luchadora, con poco o nada a su favor, y supo ganarse mucho más que lo que da un zapato de cristal o un baile.

Una Cenicienta que supo ordeñar a la vaca cabrona de las pesetas que nunca llegan y que hizo queso para mañana, requesón para pasado, mantequilla para el otro y yogur para el cuarto día. En eso aventajó a la lechera del otro cuento.

Una Cenicienta que vivió en sus carnes las embestidas del minutero, pero que supo aprovecharlas en su favor y adornó cada calendario con la mejor de sus sonrisas.

Una Cenicienta que se casó con un hombre guapo y atractivo, elegante, que vestía muy bien y estaba en el punto de mira de muchas otras jóvenes.

Un hombre que manejaba mucho dinero y le prometió comodidades, lujos, riquezas, aunque a ella le hubiera sido suficiente con lecha para cada día.

Un joven que poco a poco dejaba de serlo, pero su ambición siempre aumentaba, y fue hipnotizado por la cobra de tres cabezas que juega al escondite con luces y sonidos y te pide una moneda más. El buzón parlante le robó su alma a cambio de una copa más y cien billetes menos y aceptó el trato.

El pulso que intentaba ganar en cada nueva partida lo perdió. Lo perdió también Cenicienta.

Su vaca se secó, y se acabaron la leche, el requesón, la mantequilla y el yogur. La vaca se moría de hambre. Cenicienta tuvo que luchar aún más.

Y no contaría con el apoyo de su príncipe. Pero no terminaban ahí los problemas, porque Cenicienta tenía también dos hijos a los que vestir, alimentar, cuidar, educar...

Dos niños que nunca notaron nada de lo que realmente pasaba. Cenicienta era fantástica contando cuentos, guardando cachitos de mantequilla y queso. Hacía auténticos malabarismos. En sus manos las monedas doradas de peseta se convertían en un arco iris del que salían fiestas de cumpleaños, regalos de Navidad, monedas de 500 pesetas con dos reyes dentro que el Ratoncito Pérez te regalaba a cambio de un diente...

Dos niños que crecían muy deprisa y poco a poco notaban cosas, oían cosas, soñaban con cosas... Dos jóvenes que cuando se vestían para ir al instituto aún notaban el olor del alcohol de la noche anterior o los gritos de discusiones breves pero intensas.

Cenicienta, la Cenicienta de verdad, nunca tuvo ni príncipe, ni padre, ni madre, ni Hada madrina. Sólo se tuvo a sí misma. Y con eso le fue suficiente, porque esta Cenicienta no es una Cenicienta cualquiera.

Esta Cenicienta recuerda en el funeral de su padre todo ese horrible cuento que aún hoy sigue escribiendo, y es que Cenicienta, la Cenicienta de verdad, nunca quiso comer perdices.

1 comentario

julia -

quizás Cenicienta sin todas esas experiencias no sería Cenicienta, podría ser Caperucita o La Bella Durmiente,....Quizás se olvidó de decirles más a sus hijos lo mucho que les quería por estar tan ocupada en demostrárselo, y también se olvidó de darle las gracias al hombro en que se apoyaba, y a la voz al otro lado de la línea siempre dispuesta a escucharle. Y aprovecha ahora para decirles que ellos han sido el motor que ha hecho que se levantara cada día, que sonriera, que fuera un referente afectivo pero sin tratar de ser un ejemplo de nada.
Quizás Cenicienta quiera: vivir, amar y ser amada, viajar, divertirse, hacer deporte, soñar con criaturas mágicas que sólo ella y los niños son capaces de ver.
Quizás Cenicienta quiera.....Ser feliz