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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

"Toy story 3" o el canto del cisne de la Infancia ante la llamada de la Adolescencia

"Toy story 3" o el canto del cisne de la Infancia ante la llamada de la Adolescencia

Ayer vi esta película, "Toy story 3", con la única intención de quitarme el mal cuerpo que me había dejado la maravillosa obra de arte de Cortés, "Buried".

Al principio, me hizo sentir distante, ajeno a la mayor parte de los hechos que se veían en pantalla: unos juguetes quieren que el niño que siempre había jugado con ellos  (ahora preuniversitario de 17 años)  siga haciéndolo, pero el peso del calendario le hace guardarlos en una caja con intención de dejarlos en el desván. Por casualidades de la vida, la madre tira a la basura accidentalmente la bolsa de los juguetes, y éstos (decepcionados y heridos en su orgullo) s eescapan para ir a una guardería.

Allí, entrarán en una espiral de mafias y celos en la que un capo (el osito de peluche violeta que huele a fresas y da abrazos) tendrá aterrorizados a los demás juguetes, deseosos de estar en la habitación "Mariposa" (aquella en la que están los niños mayores, que ya saben usar los juguetes sin romperlos), frente a la novatada de los recién llegados (que tienen que estar en la habitación "Oruga", donde los más pequeños rompen, estropean y maltratan todos los juguetes.

Paralelamente, y dejando de lado esa preciosa metáfora (oruga-mariposa, por "bebé-niño"), está la historia de amistad eterna entre el vaquero y el niño adolescente, que se lo quiere llevar a la universidad como recuerdo de tantas y tantas horas compartidas.

La historia transcurre con normalidad: acción, aventuras, buenos sentimientos y el mensaje Disney por antonomasia: la defensa del amor y de las relaciones humanas entendidas maniqueamente, con buenos magníficos y malos perversos.

Pero el toque de genio viene en el momento en que el adolescente regala (lega, casi) sus juguetes favoritos a la niña que había jugado con el vaquero.

Ahí se permite una última tarde de juegos en el jardín, los últimos coletazos de la infancia que ha dejado de existir y que nos sabe a recuerdos de piruleta, manos sucias o pegajosas, bigotes de leche y viernes de plastilina. Una infancia que se ha llevado, consigo, debajo del brazo, la inocencia que nos mantenía atentos a la sorpresa inesperada, ilusionados (más que ilusos), sinceros y directos como el dedo que señala al ojo cerrado del tuerto en la calle o pregunta repentinamente sin plantearse el lugar ni la compañía.

Es una película en la que vi a muchos de los juguetes que me enseñaron cosas, que ocuparon largas tardes de lluvia o de sol, juguetes que en fechas señaladas te regalaban y te hacían sentir especial.

Atrás quedan las incontables horas de espera navideña, las cábalas intentando averiguar qué te traerían los Tres de Oriente o el Ratoncito Pérez.

Ese niño que al final de la película se marcha conduciendo su propio coche camino de la universidad es realmente esa parte de nosotros que revive cuando regalamos algo a un niño y pensamos en nosotros mismos con su edad, sin la amargura de la envidia imposible y sin la soberbia de la experiencia demasiado abultada que nos muestra el precio del regalo antes que el efecto que produce.

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