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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

Las manos dormidas, nuevo poema

Las manos dormidas, nuevo poema

 

Las manos dormidas

 

Desde hacía mucho tiempo nadie se había atrevido a llamar la atención en aquel lugar.

 

Pero no era por miedo o cobardía. Era más una cuestión de sencillez, de timidez, de no querer sobresalir por encima del perfil del grupo.

 

Era un grupo bien avenido: se habían ido reuniendo poco a poco,

con el paso de los años,

y se habían ido acostumbrando a convivir pacíficamente.

 

Al principio hubo un período de indecisión, pues no tardaron en aparecer las primeras diferencias de opinión,

pero por una u otra razón

todo se fue asentando.

Los que estaban en más desacuerdo acababan marchándose de allí,

lo cual era muy de agradecer para el bien común,

que es el menos común de los bienes,

y poco a poco fueron cerrando su amplitud de miras.

 

Casi sin darse cuenta fueron reduciendo sus libertades,

fueron coartando a todo aquel que se saliera de lo esperado,

y la libertad dejó paso a la “normalidad”,

un extraño estado de ánimo entre la indiferencia y el desencanto,

ya que nada nuevo es bien recibido, y todo lo que se vaya a hacer será minuciosamente comparado con lo que ya se ha hecho antes.

 

Esta “normalidad” proporcionaba muchísima tranquilidad a los que más tiempo llevaban en aquel lugar,

y casi sin darse cuenta (otra vez)

entre unos y otros fueron construyendo jaulas sin garrotes.

 

Eran jaulas muy especiales, porque desde fuera parecían magníficas mansiones,

lujosas casas, exclusivos clubs para gente mejor que los demás,

pero una vez dentro la salida era muy estrecha, tenía demasiadas espinas y siempre que algún valiente o loco se empeñaba en salir

terminaba consiguiéndolo, pagando un caro precio,

y con las ropas rasgadas y el alma destrozada,

sumido en un estado de confusión difícilmente soportable,

por lo que al final no tardaban en regresar,

y aunque ya estaban estigmatizados socialmente,

era preferible un hijo pródigo que un Mowgli echado a perder.

 

Poco a poco, desde su mundo de piruleta y gominolas,

veían por la televisión y en los otros medios cómo el resto del mundo funcionaba a marchas forzadas,

cómo el dolor y la miseria presidían tantos hogares al mediodía y a la cena y al salir el sol

y así cada día,

todos,

sin excepción.

 

Ellos al menos tenían el psicólogo, el fin de semana, las charlas por chat, podían escapar a sus presiones,

pero los pobrecitos miserables que protagonizaban cada día esa serie de éxito llamada “telediario”

no tenían opción.

 

Ante esas injusticias, inevitablemente, los corazones reaccionaban,

todos tenían entrañas,

todos tenían hijos, padres, familiares,

todos se habían enamorado en algún momento

(aunque muchos de ellos no lo recuerden ahora,

al menos no con su pareja oficial),

y ese hormigueo incesante que penetra en nuestro estómago

es el peor sistema de alarma: sólo lo escuchamos nosotros,

y aunque sabemos cómo lograr que se apague,

los demás no lo escuchan, no lo entienden,

y por no pararse a dar cien mil explicaciones

es mejor aguantar con la boca cerrada

y mirar para otro lado,

o escuchar música.

 

Ellos habían preparado un sistema para luchar contra la mala conciencia.

Era un sofisticado método que habían inventado ante la amargura que produce abandonar el propio bienestar para ayudar a causas imposibles.

 

Los primeros individuos: los APOLÍTICOS.

Todos pensaban en aquel lugar, no todos estaban de acuerdo con lo que veían, pero muchos se habían sabido vendar los ojos,

ya fuera con la sucia venda de la autocompasión

que nos arrastra a descuidar el sufrimiento ajeno pensando en que aún no hicimos la compra para mañana

o recordando aquel golpe del destino

en nuestro pasado lejano.

 

Los segundos individuos: los BOHEMIOS.

Los que no estaban vendados y veían, pero no soportaban el dolor de lo que manchaba sus pupilas, optaban por ponerse los cascos y disfrutar con buena música, con palabras acarameladas que se deslizasen por sus oídos y emborrachasen su corazón,

pudiendo soportar así la carga moral

evitada a toda costa.

Se producía así un violento contraste entre la realidad gris y cruel que veían y la dócil comodidad que embriagaba sus sentidos.

 

Los terceros: los INDECISOS.

Había un tercer grupo, lo suficientemente concienciado como para resistirse al bálsamo de la venda o a la anestesia de la sordera

que aceptaban estoicamente recibir toda esa información:

veían, y sufrían con esas imágenes;

escuchaban, y el escozor de los lamentos, gritos e injurias se repetía una y otra vez en su interior como un aullido en la caverna donde muere el lobo, antes de tiempo.

Su padecimiento se hacía aún mayor al tener en cuenta que toda esa furia, todo ese veneno que absorbían, no salía nunca a la superficie, ya que tenían sellada su única vía de escape:

la conversación.

Estaban mudos, no querían que otros cargaran con sus pesares,

pero no tenían el valor suficiente como para encontrar una solución por sí mismos, y así,

calladitos, explotaban unos tras otros sin haber compartido nunca su miseria.

 

De esta manera, ciegos unos, sordos otros, mudos los demás

esperaban con anhelo que llegase alguien capaz de arreglar las cosas.

 

Pero resulta curioso que todos tenían la solución en sus manos,

todos,

no sabían cómo, pero podrían haber hecho algo.

Deberían haber hecho algo.

 

Esas manos que tapaban los ojos,

privándolos de la verdad infame del exterior,

pero privándola también a ella de una ayuda imprescindible,

eran manos cómplices de la infamia.

 

Esas manos que con tanto cuidado cegaban las orejas,

hiriéndolas incluso a través de tanta presión,

percibiendo con sus ojos que las cosas no iban del todo bien,

o reordenando la frase

que las cosas iban totalmente mal,

hacían más llano el camino a la miseria.

 

Esas odiosas manos que amordazaban la boca,

convirtiendo a las personas en ollas a presión

a punto de estallar,

eran también asesinas de inocentes,

eran silenciadoras de los dramas,

eran partícipes de la tragedia.

 

 

 

Esas manos tenían la solución, porque la misma mano que aplaude el espectáculo que acaricia tu alma,

la misma mano que dibuja letras en la piel querida,

la misma mano que es palma de palmera

en el verano caribeño,

y que es visera en las calles ardientes de agosto al mediodía,

y es vaso de agua en la fuente azul y pétrea del pueblo,

esa misma mano que palmea la vida que empieza

y da una lección de alfarería modelando la arcilla,

esa mano es también un puño dormido,

esa mano que aleja al ciudadano de su derecho a protestar cuando le tapa los ojos o la boca o los oídos

es una mano traidora,

es un puño dormido entre claveles y amapolas y espaguetis y mandos de televisión,

porque el dragón que duerme en la caverna sigue siendo un dragón,

por eso las manos deben estar siempre vivas,

atentas,

y cuando una mano pasa la página de un libro puede estar preparándose para la justicia,

una justicia a la que se llega muchas veces a través de la guerra,

llamémosle guerra a la confrontación de ideas,

no necesariamente llegando a las manos,

pero siempre naciendo en ellas,

porque la mano también escribe,

la mano acaricia el alma del otro cuando la lengua que habla convence,

cuando recuerda,

cuando hace ver,

cuando se hace escuchar,

cuando habla.

 

A veces la lectura es una forma de rebeldía y de lucha sin cuartel.

Porque nada ciega o enmudece o ensordece a alguien que ha leído verdades necesarias,

Nada aleja al ser humano de la verdad cuando esta ha penetrado en su alma.

Nunca.

 

Leer es poder.

La mano que pasa la página de un buen libro

abre las ventanas de ese mundo que tanto nos necesita.

La mano muerta, dormida,

en que  tan sólo anidan sortijas

es una grieta más

que nos acerca al abismo insalvable

de la autodestrucción

 

Lee, ahora que el mundo te necesita,

lee, siempre que puedas,

mantén tus ojos abiertos,

mantén tus oídos alerta,

mantén tus palabras vivas,

dispuestas a volar,

a compartir con otros lo que hayas visto u oído.

 

Lee.

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