Cadena de deseos
Se lamenta el anciano de lo cerca que le está la muerte,
llora viendo fotos donde se recuerda preocupado
por las facturas de la hipoteca y los estudios de los niños,
olvidando que aún podía disfrutar de su entrepierna,
de su esposa y sus queridas.
Se lamenta, desdichado, el cuarentón engominado
de los cuartos que no ahorra,
del cochazo que aún está pagando,
de que aquella veinteañera no se fija en sus encantos,
porque ya podría tontear con su madre
antes que con sus compañeras.
Y entonces, piensa en sus suegros,
afortunados,
que no pagan ya facturas,
viajan gratis y ven mundo,
no madrugan,
tienen todo atado y bien atado.
Envidia al mismo tiempo
a sus hijos, universitarios,
afortunados jóvenes con futuro,
que no pasaron sus penurias
por llegar a fin de mes,
por poder hacer carreras
o tener con quién salir
cada fin de semana.
Los observa y aún se indigna cuando ellos
le recriminan
que no entiende sus problemas,
que es distante,
que no les escucha,
¡él! que tanto ha hecho y hace por sus hijos.
El joven veinteañero siente envidia de sus padres,
trabajando en lo que querían,
con su pasta y su independencia,
y aunque paguen sus facturas
no son viejos
y manejan,
Ve a los hermanos pequeños
de sus amigos de clase,
chateando todo el día,
estudiando mil materias,
niños que no hacen trabajos
de trescientas páginas,
sino tareas de instituto
que él recuerda como pasatiempos
comparados con la injusticia
universitaria
que se encierra en los numeros clausos;
aunque estudien todos
sólo unos pocos aprueban.
Los adolescentes, tercos,
señalan arriba, arriba,
en ese olimpo que no es realmente la facultad:
un lugar donde se fuma en las escaleras y jardines,
donde se falta a clase y no se hacen las tareas,
donde el que quiere descubre cosas
y el que no se asegura un futuro
estudiando,
no como ellos, que tienen que cursar
mil materias que les aburren,
encerrados en el pueblo que los vio nacer,
vivir, sobrevivir o al menos convivir
con ese hatajo de cabrones
llamados profesores,
que les mandan deberes
y les preguntan la lección,
los matan a trabajos
sin ninguna consideración.
Ellos, que están también esclavizados
en sus casas por sus padres,
"hoy no sales", "castigado",
están deseando salir volando.
Dejar atrás toda esa mierda,
y a veces envidian también a los peques,
con sus fichas y sus piruletas,
sin sus comeduras de tarro,
de broncas de pandilla,
de cuernos,
de corazones rotos.
Los peques, quedan fuera de esta extraña y común cadena,
pues ellos saben que son peques y que todo lo demás
los espera.
Llora el calvo su frío, mientras el melenudo se arrepiente de pagar un corte de pelo,
echa en falta el vegetariano los filetes que le ayudaron a curarse,
desea en silencio el alérgico una pizca de su veneno,
siente vértigo el enano en las alturas
desde donde se cuelga para hacer puenting.
Nuestra vida es un vendaval
de deseos, temores, ecos,
de "ojalá", de "por qué no",
de "nunca más", de "ahora".
Que ningún vivo se arrepienta nunca de serlo,
porque aunque ese "problema" tiene solución,
no hay marcha atrás,
y amamos casi tanto el arrepentimiento
como la decepción ante el fracaso.
Carpe noctem
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