"Sigue el camino de baldosas amarillas" o "La educación entendida como una obsesiva búsqueda de la excelencia"
Una vez más, el día a día me invita a reflexionar sobre el hecho educativo.
Sí, el hecho de que alguien que ya sabe, comprende y maneja unos determinados conocimientos y destrezas se los transmita a una pluralidad cada vez más heterogénea de alumnos día a día, con la principal (nunca única) finalidad de que, en poco tiempo, deje de serles necesario para desenvolverse. Tengamos en cuenta que la única razón que explica que el profesor sepa más que el alumno se encuentra en el calendario: nació antes, y por eso en este momento sabe más. Pero ni hay nada en él que lo haga mejor que el alumno ni acabará sabiendo más que él si realmente el alumno es bueno y quiere seguir estudiando sobre esa materia. El buen profesor no exhíbe conocimientos, los regala para que la siguiente generación llegue adonde él no podrá llegar.
El hecho educativo, no sólo el sistema (entendido como la maquinaria burocrático-administrativa que estructura cursos, saberes y los temporaliza en una secuencia gradual y progresiva de dificultad ascendente) sino también la materialización del proceso de enseñanza-aprendizaje, es una realidad compleja y llena de matices.
Antes, cuando yo era pequeño, en el sistema de EGB, BUP o FP y COU, los alumnos lo eran hasta que cumplían catorce años, edad a la que podían abandonar los estudios si así lo deseaban.
Cuando entré en el colegio, una escuela pública en la que (curiosamente) era obligatorio estudiar religión (la ética la estudiaban los desheredados de la Tierra en otros centros) e inglés (tampoco podíamos escoger francés), antes y después de comer en el comedor los profesores nos hacían bendecir la mesa (“Bendice, Señor, estos alimentos que vamos a comer. Amén” y “Te damos gracias, Señor, por estos alimentos que acabamos de comer. Amén”). A pesar de todo, era un buen colegio y mantengo un recuerdo muy afectuoso hacia sus profesores.
Cuando estaba terminando 8º de EGB, se abrían dos caminos ante nosotros: seguir estudiando y cursar el BUP en los institutos (con intención de continuar estudiando en la universidad) o buscar una ocupación laboral más inmediata y estudiar FP.
Resulta curioso cómo un sistema que llevaba entonces una década y pico de transición democrática (entré en el colegio en 1987 y en el instituto en 1995) seguía transmitiendo una serie de prejuicios que se remontaba a los años de la Dictadura.
Cuando yo entré en la universidad para estudiar ese callejón sin salida que para muchos es la filología, dudaba entre preparar oposiciones de lengua o de música, pero ya sabía que me quería dedicar a la enseñanza, a la propagación de los conocimientos, al aprendizaje continuo y prolongado a través de ese hermoso diálogo que se retoma en cada nueva clase.
Me han dicho muchas cosas: “alguien con tus notas no puede estudiar filología”, “alguien con tu expediente en filología debería aspirar a más que dar clases de MÚSICA en institutos”, bla bla bla. Sé que lo hacían por mi bien, pero sólo yo sé realmente qué es lo que me llena, y eso está muy lejos de la universidad y del conservatorio. Dadme un par xilófonos y un grupo de alumnos que quieran aprender y el resto ya va solo. Muchas veces un consejo es más un "si fuera tú haría esto" que un "realmente te conviene hacer esto". Todo son prejuicios.
Los prejuicios son semillas de mezquindad que cada uno recibe en dosis muy diferentes a lo largo de su vida. Dependiendo de lo propensa que sea nuestra tierra personal para que florezca o se seque, seremos un eslabón más en la infinita cadena de personas ciegas y sordas que repiten machaconamente versículos de algo que nunca pensaron o formaremos parte de ese incómodo pero necesario núcleo rebelde que se resiste a dejarse engullir por las modas.
Antes, cuando uno estudiaba si quería, el BUP era una selva donde había clases de cuarenta alumnos (recuerdo con cierta nostalgia que en 1º BUP éramos 38, y 13 de ellos eran repetidores, con 3 tripitidores...), los profesores podían echarnos si no habíamos hecho los deberes o hablábamos o molestábamos, nuestros padres nos echaban la bronca si suspendíamos alguna y sólo podías suspender 2 en total para no repetir curso.
Mi discurso no va a ir por la tan manida y cansina pataleta que compara eso con la actualidad estudiantil (clases de 25 alumnos, con grupos de refuerzo y desdobles, con un departamento de orientación que atiende a niños con todo tipo de discapacidad, profesores que no te pueden echar de clase aunque le prendas fuego, padres que celebran con mariscadas resultados con 7 suspensas o alumnos que terminan la ESO sin haber aprobado nunca las matemáticas, por ejemplo). Y no lo haré porque creo que ni esto es totalmente cierto ni los alumnos de ahora se pueden comparar a los de antes.
Digo que esto no es totalmente cierto porque el actual sistema está retrocediendo a pasos agigantados. Antes, un alumno con síndrome de Down o con parálisis cerebral (sí, los había también entonces, pero no se les veía tanto) se quedaba en su casita, viendo la tele si tenía suerte o quietecito allí donde molestase lo menos posible. No tenía derecho a recibir una formación comparable a la de sus compañeros. Antes, un alumno extranjero que llegase aquí con más de 14 años ya podía trabajar, ahora se les obliga a compartir aula con compañeros que manejan un idioma que les es ajeno, que tienen una base que les hace quedarse atrás, frustrarse, sentirse peores que los demás y aún encima reciben algún que otro mensaje vejatorio.
Está claro que muchos de mis compañeros de profesión (no sólo me refiero a los de mi centro, sino a todos en general), profesores con cierta edad y con el techo lo suficientemente bajo como para no querer adaptarse, siguen aplicando el baremo que utilizaban antes a los alumnos de ahora.
Vamos a ver, señores, si alguno de ustedes hubiera tenido que viajar (pongamos por caso) a Hungría con 17 años, y el sistema educativo nacional les obligara a matricularse hasta los 19, y tuvieran que compartir aula con alumnos de entre 16 y 18 años que hablan un idioma que ustedes no manejarán hasta pasados unos años, y que manejan unos conocimientos diferentes a los que se enseña en España... ¿no se sentirían frustrados? ¿No pedirían ayuda? Si fueran evaluados por profesores de la antigua escuela incapaces de ir más allá de medias con hasta tres decimales, puntuaciones de SÍ/NO, APTO/NO APTO, incapaces de valorar cuestiones tan necesarias como el esfuerzo personal, la evolución que ustedes hayan experimentado desde su llegada, sus destrezas a la hora de comunicarse, expresar ideas de modo coherente, seguir explicaciones o colaborar con compañeros, ¿no creerían que el sistema cojea?
Por supuesto que sí, lo que ocurre es que cuando uno se acostumbra a la excelencia académica, tanto la propia como la de sus hijos, puede llegar a perder la perspectiva, a dejar de entender que somos muchos y muy diferentes y que todos somos válidos, más allá de las preguntas que sepamos responder en un examen escrito; que la nota es un resultado inmediato, no inherente a la persona; que un agricultor puede recoger una mala cosecha un año y otra excelente el siguiente, Y VICEVERSA.
Cuando uno sólo come marisco puede olvidar las virtudes de una sardina bien asada, pero esa sardina bien asada sigue siendo un manjar insustituible.
Los alumnos no son como éramos nosotros antes: el perfil social de los padres hoy día ha cambiado tanto que cualquier comparación resulta todavía más odiosa que la proverbial.
Antes, un alumno manejaba únicamente conocimientos de ocho-diez áreas básicas, y año tras año ahondaba en ellas de tal manera que en 7º de EGB podía escribir perfectamente sin faltas de ortografía, con un vocabulario ajustado a su edad y comportándose con una madurez bastante mayor que la de muchos alumnos del actual 1º Bachillerato (antiguo 3º BUP). Pero lo que se olvida en este discurso tecnofóbico, rancio y reaccionario es que ninguno de nosotros sabía utilizar las tecnologías que ellos sí emplean: ordenadores, archivos MIDI, recursos informáticos... Antes leíamos más porque el soporte de la información era esencialmente escrito: enciclopedias que alicataron tantos y tantos salones (muchas de ellas permanecen vírgenes, envueltas en un pudoroso plástico de “recién comprada pero aún sin leer”).
Los alumnos de ahora, según los principales cambios del sistema educativo, afrontan un promedio de entre 10 y 13 materias por curso, motivo por el cual hay que reducir la carga lectiva de algunas de las que antes se veían concienzudamente. A cambio de esta pérdida (que se refleja sobre todo en la merma de su vocabulario si no son alumnos especialmente motivados para la lectura y sus dificultades de comprensión en la lectura de textos, enunciados y problemas), tenemos alumnos que tienen conocimientos de muchas más áreas que nosotros: tecnología, cultura clásica, música, plástica, economía, francés, portugués... A cambio, también reciben una formación mucho más enfocada a sus intereses, y existen nuevas ofertas formativas (bachillerato de artes escénicas...).
El problema es que muchos de los ojos que los observan y comentan la jugada lo hacen utilizando el baremo que se usó con ellos mismos. Por esta razón existe esa incómoda idea tan generalizada de que los alumnos de ahora no saben nada de nada. Vamos a ver, señores, está claro que ni leen todo lo que leíamos, ni escriben como lo hacíamos nosotros, ni tienen los conocimientos de “cultura general” e historia que nosotros podíamos tener, pero ninguno de nosotros con su edad manejaba sus tecnologías, su mundo es un mundo esencialmente visual y lleno de estímulos inmediatos y fugaces, con documentales, series, capítulos que se pueden ver en cuanto quieran, caprichos siempre listos para ser satisfechos...
Y eso, señores míos, no culpa de ellos: es culpa nuestra. No pudimos disfrutar de todas esas cosas en nuestra infancia y ahora, para llenar el bolsillo, aumentar el número de visitas por día en la web, alojar publicidad para cobrar más dinero y demás creamos un mundo en el que “esperar” y “frustración” son dos palabras inexistentes para muchos adolescentes. No es su culpa.
Volviendo al tema de la escuela, creo que después de haber adaptado las aulas a la diversidad tan grande de alumnos que las llenan (emigrantes, niños con discapacidad, niños superdotados, niños con familias desestructuradas...), se están dando pasos atrás por culpa de una crisis que unos provocan y otros pagan.
¿De qué sirve llenar de ordenadores las aulas si quitamos profesores para recortar presupuestos?
Ah, ya caigo, volvemos al tema ese de la “excelencia”. Sí, no es tan mala idea después de todo: me cargo los desdobles, suprimo plazas que antes había sacado a oposición por cuestiones electorales, tengo bailando como interinos a los profesores funcionarios a los que aún no se adjudicó plaza alguna (estarán pensando, con sonrisa maliciosa y frotándose las manos: a ver si muere alguno y las amortizamos...), meto prisa para las jubilaciones LOGSE y así nos deshacemos de unos cuantos dudosos, lleno de absurdas secciones bilingües la geografía gallega (absurdas por las condiciones en que tienen que trabajar los profesores de inglés, sin poder mantener sus desdobles...), lleno de ordenadores las aulas de 1º ESO y además puteo a los profes con encuestas para que me digan, el primer día de sus prácticas de conducir, qué tal se manejan en las autopistas y aparcando en batería...
Limpio de alumnos problemáticos el centro ahuyentándolos con juicios de valor personalizados, haciéndoles sentir los culpables de sus dificultades de aprendizaje y así, sin emigrantes y con gallegos bilingües que controlan internet, lograré tener esas aulas maravillosas en las que yo estudiaba de adolescente.
La excelencia académica se puede conseguir, suprimiendo a los alumnos que es difícil que aprueben, o regalándoles los aprobados. ¿Qué pasaría si esos profes que tanto se quejan de lo mal que les llegan a veces los alumnos de los cursos bajos, los recibieran a todos en tropel? Quiero decir: muchas veces algunos profesores de bachillerato obvian el trabajo que hacen los profesores de primer ciclo de ESO al trabajar con alumnos realmente difíciles, alumnos que se te rebotan en clase, a los que les da igual la nota y no los puedes ni echar ni reñir. Si aquellos profesores de bachillerato no tuvieran la criba que suponen 1º y 2º ESO, tendrían alumnos muy muy difíciles en sus aulas. Entonces, sólo entonces, sabrían lo que es luchar cada día.
Decía Carlos Negro en su maravilloso libro Abelcebú que los “escrúpulos” son estorbos en el camino del éxito. Efectivamente, pero aquí no hablamos de éxito a través de fabulosas estadísticas de Selectividad, o de absurdas medias que puntúan a los alumnos y a sus profesores, sino que el éxito, el auténtico éxito, es conseguir que los alumnos aprendan cosas, y eso a veces se plasma en un 4, pero que meses antes era un 0.
No se puede medir la efectividad del hecho educativo, no se puede “pesar” lo acertado de los métodos empleados a través de exámenes... es un tedioso trabajo lleno de satisfacciones a veces, otras veces duro y estéril como un erial, pero es lo que nosotros hemos escogido, los profesores, y no podemos buscar en nuestra experiencia personal la vara de medir los progresos de nuestros alumnos, sino que serán ellos (algún día) los que comprueben en su día a día los conocimientos que hayamos podido transmitirles.
El hecho educativo no es un camino hacia la excelencia, ni un camino hacia nuestro pasado, sino que nosotros somos meros adoquines en el camino de baldosas amarillas que conducirá a nuestros alumnos (y a nosotros mismos) al mundo real del futuro, que se encuentra muy muy lejos de este mundo de Oz que es la Escuela.
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Susana (Carnota) -