Bellísimo texto que Antonia escribió para Celso y su visita al Club de lectura
Aquí os dejo un bellísimo texto que mi amiga Antonia escribió como regalo a Celso y como huella de su paso por el Club de lectura. Disfrutadlo:
Quería haber tenido diez ojos, diez orejas, diez bocas, más piel… para no perderme nada.
La luz entraba a un espectáculo por la escalera, calentando de frente y de costado. El silencio era de pájaros atentos en la rama; el río corría peldaños abajo y a Celso no le cabía en la imaginación tanta poesía-naturaleza tangible: nubes cardadas de miraguano, hojas de tela, soles de papel, piedras de nácar, peces de puntadas, aguas de viscosa, patos de cretona y cielos acrílicos. Sólo faltaba el viento. Pero entonces habló él, y un aire conmovido agitó los tendales del patio interior donde crecen a veces los niños, y todas las madres se asomaron desde las ventanas a ver a ese excursionista que hablaba de poesía. Su mochila pesaba y había que vestirlo. No era el peso de ropa mal doblada envolviendo el cepillo de dientes y unas zapatillas, no. Dijo ´infancia´, dijo ´premio nobel´, dijo ´manzano injertado´ y ´oveja´ mientras se guardaba unas pinzas de tender vete tú a saber para qué. Se lo llevaron a la cocina, entre cacharros de colores, una luz imposible de oficina, la tele puesta y la mesa pequeña. Todas se sentaron a su alrededor, sin perder detalle, esperando. Él, después de respirar hondo, siguió hablando, y les contó que las pinzas están hechas de poesía, y que los abrazos son cinturones de seguridad que en más de una ocasión nos han salvado la vida.
Fue en ese momento cuando vieron que no era un hombre cualquiera. Mientras abría su mochila, el ruido de la cremallera hizo que alguna creyera tener delante a uno de esos exploradores de película de tesoros milenarios escondidos. Sus manos salieron de la bolsa llenas de fotos, de recortes de periódicos, de papeles mal cortados escritos por las dos caras y en todas direcciones, alguna canica corrió por el suelo y hasta un extraño instrumento llegó a sonar mientras a las madres les latía el corazón en la yema de los dedos. Una tela de guipur lo sujetaba todo desde abajo como si fuera un cáliz. Era su diario de viaje. Hablaba de árboles únicos, de montañas únicas –llevaba parte de ellos en la suela de sus botas-, de personas únicas –a esas las llevaba en el corazón y en la boca -, de palabras únicas escritas en quince lenguas y en alguna muerta.
Hubo un momento en que todos se callaron y en la televisión empezó a sonar un río. Desaparecieron los muebles, los cacharros de colores, hasta esa luz de oficina y todos se sintieron sumergidos en aquella inundación. No era casualidad. Aquel hombre que había caminado tantos kilómetros, recorrido tantos paisajes, vivido tantas personas, traía con él el olor de las orillas, de la tierra recién sachada, de las uvas en la parra, de animales peludos y calientes en invierno, y también la soledad de un viejo y la alegría de un niño, la alegría de un viejo y la soledad de un niño. Saltaban las palabras como peces encendidos y él sonreía, mientras las madres reconocían a sus abuelos, a sus vecinos, a sus hijos, o descubrían a seres inimaginables en cada historia que contaba. Y cuando empezó a hablar de amor, las aguas se pusieron mansas.
Pero llegó el momento de hacer la tortilla con jamón, las salchichas con huevos, el pescado enharinado, y el tiempo, que a duras penas pasa en aquellas cocinas, acabó en un fogonazo de luz blanca.
Ninguna se despidió, como tampoco lo hacían de sus hijos, para que volviera cuando él quisiera. Pero ya nada era igual. Y decidieron volver de vez en cuando a la aldea, pasear por el encoro, por el monte, entre las vides, hablar con las gentes, ir a las fiestas e incluso a los entierros para que ese olor que dejó el excursionista fuera cada vez más suyo.
A Celso Fernández Sanmartín del club de lectura “A árbore vermella”
usando como excusa El ahogado más hermoso del mundo
de G. García Márquez
Verín, a 17 de marzo de 2011 .
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