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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

Breve relato otoñal a comienzos de la primavera

Breve relato otoñal a comienzos de la primavera

El pobre Juan estuvo toda la semana dándole vueltas. No había pensado en otra cosa durante meses.

¿Quién se lo iba a decir? ¿A él? Enamorado.

¡Qué ridículo se sentía! A estas alturas: en el otoño de su vida... Enamorado.

Pero Inés era mucha Inés.

Sus ojos innavegables, sus manos (una duna de pieles suaves y graciosas, ondeando al vals de sus pechos meditabundos, oasis de paz y amor encarnado), su vocecita de dama discreta, cauta, decidida y entrañable. Su figura inquietante cosiendo estrellas al andar: un montoncito de paja del establo en el que nunca yació con él, moviéndose sigilosa, como pidiendo permiso al suelo que pisaba.

Sus piececillos de hermana mayor de Cenicienta, sin zapato de cristal ni príncipe ni baile. Su rosario: su mayor tesoro. Cárcel sin rejas que envolvió sus entrañas en papel de Biblia, arrastrándola al convento.

Juan se decidió: la sacaría de allí, se irían juntos a algún lugar, lejos de Sevilla.

El día llegó, entró en el convento, fue a su celda. Estaba vacía. Apoyado entre los barrotes de la ventana vio abajo, en el claustro, una cruz de madera clavada en el suelo.

Casi sin aliento bajó las escaleras y leyó su epitafio.

Lloró amargamente su soledad, maldijo su suerte y abrazó la cruz.

Don Juan mortuorio

 

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