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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

Reflexión sobre el sistema educativo

Buenas tardes a todos y a todas. El motivo que nos reúne hoy en este auditorio no es otro que poner en común, desde distintas perspectivas, cuáles son (o pueden ser) las principales claves que nos ayudan a comprender la configuración de este enorme mosaico que es la sociedad.

Para ello, quisiera aportar mi visión personal de cómo es la educación: algunas de las piezas que forman parte del no tan complejo engranaje del sistema educativo, y cómo repercuten en la construcción de individuos que puedan incorporarse (con mayor o menor fortuna) a la sociedad de consumo.

Cinco cuadros donados por Fernando Barreira a los servicios sociales, y muy generosamente adquiridos por personas que quieren ayudar al conjunto de la sociedad, son el pretexto perfecto para traer a colación esta disertación.

Si repaso los cinco títulos lo veremos más claramente:

ARRINCONADOS

IGNORADOS

OLVIDADOS

DESAHUCIADOS

SIN NOMBRE, NI PAPELES

Estos títulos remiten diáfanamente a muchos de los adultos que, no hace tanto tiempo, estaban cursando estudios medios obligatorios en centros educativos de la comarca, como por ejemplo aquel en el que trabajo desde hace 16 cursos: el IES Xesús Taboada Chivite.

Un centro educativo que recibe cada año una enorme cantidad y variedad de alumnos y alumnas, de quienes la sociedad espera que sean capaces de adquirir una formación que los haga aptos para, una vez terminados sus itinerarios, aportar algo al bien común. Alumnos y alumnas que están en la que probablemente sea la etapa más compleja de sus vidas, en la medida en que aún no han forjado totalmente el esqueleto del “yo” que acabarán siendo, y a pesar de ese mantra tan tediosamente repetido de que hoy tienen más facilidades que antes a veces olvidamos que no por ello su proceso madurativo va a ser más veloz.

Sus inseguridades, sus dudas, el drama que supone no saber adónde se quieren dirigir y la soledad subsiguiente tras sentirse continuamente cuestionados, culpabilizados de sus fracasos académicos y a pesar de todo etiquetados como unos privilegiados en comparación con sus padres y abuelos serán una amalgama de reproches que reforzarán lo más característico de esa etapa vital: una rebeldía que no tiene en el punto de mira al auténtico rival, pero que necesitan blandir como autoafirmación.

Llegar a la conclusión de que sus padres y madres no lo saben todo, necesitar desesperadamente sentirse aceptados precisamente por sus defectos y otros desvaríos (que ocultan, como un iceberg) un dolor que no siempre halla una válvula de escape aceptable, suponen un duro golpe, que en no pocos casos los obliga a desechar el “yo” que habían construido en la etapa de la primaria y, a diferencia del reptil que cambia de piel, no siempre tienen una segunda piel debajo, con lo que muchos de ellos buscan fuera del hogar lo que creen que no tienen en él.

Hasta ahí hablamos de adolescencia, de algo que todos los adultos hemos vivido (en mayor o menor medida), aunque no siempre queramos recordarlo.

Pero cuando analizamos en detalle las circunstancias que forman parte de algunas de sus vidas la tan ansiada meta de la titulación se va alejando de su alcance.

Efectivamente, hay cada vez más casos de alumnos que viven en familias desestructuradas, lo que viene siendo una palabra muy larga para referirse a la incontestable realidad de quien llega a casa y no tiene que rendir cuentas ante ningún adulto, o bien porque trabaja fuera o bien porque simplemente está a otras cosas. Pretender que un alumno con esta situación sea capaz de aparcar todo lo anteriormente citado sobre la edad en la que se encuentra y que pueda encontrar el aplomo y la rectitud imprescindibles para afrontar un curso académico, haciendo los deberes, estudiando, y además supliendo en su hogar todo lo que nadie más hará en su lugar, es una quimera que roza la irresponsabilidad.

Esto no quiere decir que estos alumnos, abandonados a su suerte, fueran a ser magníficos estudiantes (entendiendo por tales aquellos capaces de asimilar, aprender e incorporar los conocimientos y destrezas que se les intenta explicar en los centros educativos), pero desde luego supone una losa que lo hace menos probable.

Si además añadimos dificultades culturales o idiomáticas, el reto se convierte en un imposible que, en el mejor de los casos, dejará desanimado y desfondado incluso al más aplicado de los alumnos. La mayor parte acaba tirando la toalla, y la premisa que el sistema mantiene es que al cumplir los dieciséis ya puede dejar de asistir a clases.

Por eso creo conveniente echar un vistazo crítico a nuestro sistema educativo: en primer lugar, está diseñado en el siglo XVIII, en la época de la Ilustración, y de aquella respondía a las necesidades que aquella época necesitaba satisfacer. Unas necesidades que hoy están obsoletas.

Organizado como una fábrica, y repartiendo a los alumnos por lotes que tienen en común su fecha de fabricación, los somete a un tedioso proceso de homogeneización, desterrando toda divergencia y enseñando que para cada pregunta hay una respuesta válida, castigando el error y suprimiendo todo vestigio de creatividad.

La memorización de datos y el desarrollo de unas pocas destrezas de abstracción son todo lo que este sistema fomenta, y cuando eso se prolonga durante años se adquieren ciertas inercias, y se asume que la creatividad no es necesaria porque no se ajusta a esos principios (tengamos en cuenta que nuestros alumnos empiezan a los seis años y terminan, como pronto, a los dieciséis).

La metodología de clase “magistral – examen – corrección” se convierte de este modo en un circuito cerrado en el que el emisor (profesor) se convierte en receptor de su propio mensaje, utilizando al alumno como intermediario. Por tanto, pasado un tiempo después de cada prueba, se constata que muchas de las cosas que supuestamente se habían explicado y aprendido se han perdido en el camino. El regreso al curso cada septiembre, después de dos meses de verano, playa y verbenas es una prueba irrefutable de esta triste evidencia.

Además, evaluar a una pluralidad tan diversa de alumnos con un mismo método provoca injusticias, ya que cada alumno tiene sus habilidades, sus puntos fuertes y sus debilidades, y al exigir lo mismo de todos obviando este hecho condena a muchos de ellos a la conclusión, terrible pero generalizada y cronificada año tras año, de que unos son buenos y otros no valen para estudiar.

De este modo, se desarrolla el denominado síndrome de Pigmalión, que viene a decir que si un profesor está continuamente diciendo a un alumno que no vale para su asignatura éste acabará por hacer realidad esta tremenda profecía autocumplida.

La escuela actual debe apostar por desarrollar los distintos tipos de inteligencia (no sólo la memorística), abriendo caminos nuevos y tratando de dar una acogida a todos estos alumnos.

Nosotros, en el Chivite, por poner un ejemplo, desarrollamos proyectos como los musicales, que son un intento de construir un todo complejo a partir de las aportaciones individuales, y luego grupales, de todos los miembros de la comunidad educativa.

Llevar al escenario el musical no es el objetivo último, sino una consecuencia que supone realmente la punta de un enorme iceberg. Lo que nos interesa es contribuir a desarrollar la creatividad, el trabajo en equipo, el aprendizaje por centros de interés y proyectos, y desterrar totalmente esa visión ya desfasada de la enseñanza como un circuito cerrado de saberes memorizados.

El desarrollo del pensamiento crítico, el ser capaz de empatizar con otros compañeros con los que a lo mejor no nos llevamos del todo bien, el compartir las distintas perspectivas de la realidad (no siempre accesibles a todos) y el fomentar el desarrollo del gusto artístico son algunas de las metas que perseguimos.

Cuando a un alumno que ha tenido que venir a otro país le dices: “tienes quince años así que te toca ir a este curso, debes asistir a seis clases diarias, portarte bien, ser evaluado en función de lo que escribas y finalmente, te esfuerces o no, suspenderás”, le estamos diciendo algo mucho más grave. Lo estamos condenando a esa marginalidad que retratan los cuadros de Fernando, y que los Servicios sociales y Protección civil (entre otros) tratan de reducir.

Para que la motivación no desaparezca tenemos que sentir que lo que hacemos tiene un valor, y que en cierta medida depende de nosotros. Si les quitamos eso, los estaremos obligando a asistir a su propio funeral, muchos años antes de que hayan tenido realmente una oportunidad.

Los profesores sólo somos una pieza en el enorme engranaje de la educación: además de nosotros, que no sólo los instruimos en ciertos saberes sino que también debemos educarlos en valores, están sus familias, y todas y cada una de las personas de la sociedad, especialmente aquellas que tengan una mayor proyección pública (futbolistas, famosos, artistas, etc), ya que el proceso de educación dura toda la vida.

Pongamos todos de nuestra parte, no nos crucemos de brazos, escuchemos diez minutos antes de hablar tres, y entre todos podremos ayudarles a ser, porque (y esto es muy importante) un adolescente no es el proyecto o borrador de un adulto, sino que ya es de por sí una persona que tiene un presente, y necesitan respuestas para preguntas que no siempre se atreven a hacer.

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