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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

LA ALDEA

LA ALDEA

La aldea tiritaba mientras un sol radiante regaba sus venas. El aire apenas se movía, el peso de las miradas ocultas al otro lado de las ventanas doblegaba a los recién llegados, los que habían vivido ahí desde siempre rara vez se atrevían a sonreír ante un desconocido. Era la menopausia de la villa.

Una extraña criatura que en muchas ocasiones no sabía si se desperezaba porque llegaba inexorable el amanecer o se estiraba con la resignación de quien ya no espera nada de la vida.

Un ser imbuido en sí mismo, oyendo voces lejanas que palpitaban como el corazón del dragón sobre el que se ha adoquinado una falsa calle. Un regusto a ayer que machacaba el presente, recordando como única forma de creerse aún vivo, trayendo al ahora la nostalgia de un “entonces” que nunca fue tal como se dice.

Las paredes, humilladas por los orines de borrachos y adolescentes, aún rescatan entre sus grietas trocitos de aquella actuación fabulosa, o fragmentos ya descoloridos de aquella noche de gala de hace treinta años.

Los postes de la luz, heridos cada día por las grapas que hacen públicas las muertes cotidianas, intentan deshacerse por las noches de sus ropajes dolorosos, pero al igual que Prometeo encuentran una nueva tortura cada nuevo amanecer.

Las aceras crían charcos negros, se burlan de los pantalones nuevos de quien nunca mira abajo al caminar y hacen corrillos de colillas a las puertas de los centros de salud. Curioso motín.

Los parques juegan al parchís o la petanca, paseando una vejez que aún no se rinde, y rompiendo el sinsentido de las estadísticas al mezclarse con las meriendas de los críos recién salidos del colegio, con sus ropas y uniformes, sus mochilas y sus pinturas de colores, llenos de una ilusión que no se arraiga ni contagia, y que poco a poco ella, la gran villa, marchitará.

Las fuentes son macetas de palomas, de donde salen sin vergüenza ni cuidado esas extrañas criaturas a quienes unos odian por ladronas y otros alaban por creencias. Con sus batallas de plumas y picos y alas y patas medio amputadas interrumpen los gorgoritos que el fontanero ha logrado mantener.

Esta aldea es un desierto en el que a veces pasan personas.

No seduce fácilmente, pero sabe esconder bajo el felpudo borroso donde casi no se lee “bienvenidos” las sorpresas que a algunos, sólo a unos pocos, pueden llegar a enloquecer.

Durante el día arden los brazos caídos de tantas y tantas personas de bien mientras se piden otro té, se acomodan en las terrazas por donde desfilan sus víctimas, y devoran comentarios y blasfemias.

Durante el día caen monedas en los platos, y siempre se recoge el cambio, y siempre paga otro antes que uno.

Durante el día corretean los pequeños por los suelos llenos de ceniza, mates de porros y algún que otro cristal de la noche de ayer.

Durante el día la aldea piensa que sólo es aldea, y se abandona a la monotonía de saberse vieja, y expulsa toda iniciativa que haga fluir savia nueva por sus arterias.

Cuando empieza a caer la noche, se empiezan a entrever pequeñas luciérnagas entre tantos y tantos ojos mate, se presiente cierto temblor manando de la isla durmiente, cacarean risotadas contagiosas entre aquellos que aún descansaban y entra bajando la escalera de luces, toda elegante, la Noche.

Una dama a quien tanto aborrecen todos los pajaritos diurnos que no se atreven a conocerla.

Una dama con ojos de zafiro y labios de licor café, capaz de espabilar a un faraón y enseñarle que no hay otro mundo más que este.

Una dama de la que mañana muchos hablarán, creyéndose quizá mejores que sus habitantes, dándoselas de seres más dignos, de mejor familia, más creyentes... pero obviando tercamente que la mejor película porno es la que uno mismo protagoniza, y que el agua de ayer hoy es caldo pasado.

Una dama que enamora a tantos y tantos navegantes, seres-búho, enemigos de los angelotes que aburren tantas paredes y que embarazan a tantas vírgenes sagradas para ofrecerles la recompensa de un hijo destinado a la muerte.

Esta dama no aguanta mucho en la aldea, pues hasta ella se siente a veces presionada, y (del mismo modo que la Cenicienta) se ve obligada a abandonar en cuanto suenan las campanas, que no son doce, pero sí son siete.

Como los pecados capitales, como los colores del arco iris, como los enanitos del cuento.

Una dama que ya se ha ido, pero mañana volverá, porque la aldea está muerta, pero incluso en el mayor cadáver pueden vivir muchos gusanos. 

Firmado: un gusano orgulloso de serlo.

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