ELEGÍA SALADA
Sus dedos dibujaban
pentagramas de burbujas
en la superficie
afortunada
del agua en que se
untaba su cuerpo
irresistible.
Su pelo daba brochazos
de amarillo
al mar azul que la besaba,
y un verde
fabuloso
se reflejaba en los ojos
deseosos de su carne
que estaban escondidos
en lo alto de la torre
del castillo de arena
que nadie había construido
a orillas de ninguna playa
mientras
nadie braceaba
ensimismada, ajena a todo,
feliz, en un momento en el que
nada estaba a punto de
ocurrir.
Pentagramas en los que las conchas
del fondo
se disfrazaban de efímeras
corcheas,
salpicadas de arenilla
marina
que salía a flote,
descubriendo a las incautas
fanecas,
caseras que te visitan
"casualmente"
si quieren pedirte un nuevo recibo.
Pentagramas mudos
en los que el único solista,
acompañado por el coro
silencioso que tiene todos los
compases
de
espera,
es el triste océano.
Sus dedos dibujaban pentagramas,
y los hacían
amontonando burbujitas
juguetonas,
arrancándoselas al usurero
pez globo,
aplaudiendo la desnudez
hermosa
de la medusa multicolor,
paraguas desarraigado,
radiografía viva,
lámpara hermosísima
que alumbra
las oscuridades
abisales
y que no se deja tocar:
bajo sus faldas
se esconden
los lazos de su primera comunión,
vínculo insobornable
que pica,
hiere,
escuece,
y se pega a tu piel si la rozas.
Una fe ciega
que se deja llevar,
a la deriva,
que se aventura en cualquier
lugar que le salga
al paso,
pero que quema.
En ese mar apentagramado
y espumoso
donde
todo tipo de tesoros
se dejan ocultar
entre algas,
telarañas verdosas y tornasoladas,
y más abajo,
mucho más abajo todavía,
yace entre sombras
Ella,
fugitiva de todo encierro,
de toda caja:
la Esperanza.
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