Amy nos deja
La muerte se ha llevado a la jovencísima Amy Winehouse, una chica llena de talento y con unas enormes posibilidades de futuro (musicalmente hablando).
Ha sido tan rápido como previsible, pero no por ello menos duro. Porque morir joven es tan absurdo como precalentar el horno para no hornear nada. Porque la vida no está diseñada para gastar todos los comodines en el primer tercio. Porque la música es un escenario donde el dolor personal muchas veces se pavonea con maquillaje, luces y gorgoritos, regalando una felicidad que muchas veces no se posee, pero que puede ofrecerse. Curioso. Como ser transmisor de una enfermedad que no se ha desarrollado en uno pero sí en el de al lado.
Amy era joven. Amy era un portento. Una chica con una voz de mujer, de dama del blues, de ángel caído del soul, de espíritu diferente y voraz actitud.
Amy era la serpiente que mordisqueaba una y otra vez la manzana prohibida de este absurdo Edén que es muchas veces el mundo. Absurdo porque es arbitrario repartiendo dosis de tristeza, y ella sin duda era donante universal de dolor.
Una mujer agresiva, controvertida, con una mirada que no hacía concesiones, con una voz que ofrecía mucho más de lo que prometía, que nunca traicionaba.
Pero su cuerpo era otra cosa. Las drogas y el alcohol lo destruyeron todo. Quizá ya estaba todo decidido desde el principio. Quizá era sólo cuestión de tiempo. Pero es la misma sensación que la que te queda cuando se confirma la muerte de un ser querido, diagnosticada seis meses antes, alanada y preparada por el devastador avance de la apisonadora del cáncer, de la quimioterapia, del marchitamiento de ese medio limón abandonado a su suerte en la nevera, ese limón que es tu padre o tu madre o tu abuela o quien sea.
Lo de "estaba visto" está bien, pero ¿quién quiere oír eso cuando se ha confirmado el trágico desenlace? ¿no es legítimo pensar en que quizá hubiera podido salvarse si las cosas se enderezasen antes?
Porque Amy era un ser enfermo, una persona que sufría enormemente y que escapaba a su dolor a través de la música, por un lado, obteniendo un reconocimiento necesario, justo y comprometido, pero también con el lado oscuro de la fuerza, las drogas y el alcohol.
Y aunque parece que no, es igualmente una enfermedad estar enganchado a ellos. La gente a veces no piensa en lo que diice cuando critica a un yonqui o a un borracho de esos que van con la cara roja a las doce de la mañana un martes. Es tan cruel reírse de ellos como del paciente que quema su cuerpo en dolorosas sesiones de quimioterapia con la esperanza de sobrevivir unos años más.
A nadie se le ocurre reírse de un crío con cáncer, con la cabecita rapada y esos ojos llenos de preguntas, viendo sobrevolar a ls cuervos y buitres del averno sobre ellos. A nadie.
Pero muchos se parten la caja cuando aparecen en escena los míticos chuzas, personas mayores a las que ya nos les dan bebia en los bares porque conocen su problemática.
Otros desprecian profundamente a los demacradísimos yonquis, con esas caras afiladas desde dentro por la piedra pómez de la cocaína, con unas cuencas muy marcadas y todas las articulaciones salientes, con ese aspecto desaliñado y esas palabras arrastradas sobre el contumaz bordón del gruñido premortuorio. La gente se aparta de ellos con la crueldad con la que antes se apartaban de los leprosos, marcados con el infame cascabel que auguraba una soledad llena de dolor, heridas y el otoño del cuerpo que se deshace poco a poco.
Amy combinaba ambas dolencias, pero se la quería porque tenía una voz prodigiosa. Era la leona que devoraba corazones micro en mano, la fuerza prodigiosa del tsunami negro enfnrascado en un cuerpecito blanco y pequeño, un perfume demasiado caro que poco a poco iría perdiendo líquiudo hasta secarse para siempre.
Una sociedad enferma que crea monstruos para luego chuparles la sangre y odiarlos o subirlos a un pedestal con la placa y todo, una placa donde se lea claramente que Ya estaba visto, que Mal acaba quien mal anda, o que Las drogas son malas y hay que ir a misa, o lo que sea.
Pero lo ciert es que esa misma sociedad es la que trafica con droga, la que vende alcohol, la que crea leyes extrañas y contradictorias, la que enseña una ética de la que no siempre se da ejemplo, y la que nos enseña también a traficar con sentimientos, a manipular a los demás en nuestro beneficio, y a desconfiar de todo y todos.
Creo que, a su manera, todos tenemos algo de Amy dentro, algo de ese inconformismo que no se vende y que pugna por salir.
Pero debemos aprender la lección y saber interpretarla. Yo creo que la lección no es Aprende a ser correcto o morirás como un perro, sino más bien Vive de tal manera que nunca eches en falta nada cuando te llegue la hora.
Amy nos acompaña con su música, con sus canciones y con su incorruptible voz.
Hasta siempre.
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