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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

¿A qué huele el presente?, nuevo poema

¿A qué huele el presente?, nuevo poema

Oigo pasos no muy lejos
Lonchas de palabras caen pringosas en las palmas de las manos
y me pregunto una y otra vez
¿de dónde vienen?
¿a qué huele el presente?

Oigo pasos no muy lejos
Suenan sombras entre estrellas que expectora el cielo ardiente
donde estalla la pregunta
que me hago, ahora y siempre,
¿a qué huele el presente?

Oigo pasos, muy muy cerca
Las verdades nunca caen de aquella vid con uvas verdes
Las verdades nunca acunan roncas voces pedigüeñas
Las verdades no maduran, te hacen duro, te maduran
Las verdades son el búmeran que nunca vuelve
porque sólo lo hace la mentira
que mantenemos colgada en el tendal del tiempo
a la espera de que se rompa su última pinza.
Y es entonces cuando clama,
beligerante en su arrogancia herida,
la Zorra a la verdad sembrada por otro,
por otro cosechada,
y tan sólo por ella ansiada
y deseada y adorada
anonadada en su charco de deseo:
¿a qué huele el presente?

Oigo pasos, aquí, a mi lado,
veo la túnica de Cloto,
oigo los dedos de Láquesis,
temo el tijeretazo de Átropo.
¿A qué huele el presente?

Ya no oigo pasos.
Ya no sé si veo formas.
Ya no hay preguntas atemorizándome,
rompiendo la hamaca donde se balanceaba mi niñez
a ras de suelo,
con pantalones rotos y empapados,
agujeros en las rodilleras,
bolsillos llenos de arena y piedras y gusanos.
Ya no observo la belleza de la estatua que señala
un horizonte donde aspiraba a sentarse mi adolescencia,
junto a aquella equivocación
con nombre y apellidos,
aparato en la boca,
ojos temibles si se enfadaba
y voz de Calypso enredando a Ulises
derechito a su perdición,
con sus despedidas de chicle de menta en el portal.
Ya no oigo el rechinar metálico del tren que irrumpe en el vientre de la ciudad,
abriendo sus venas en un parto descomunal,
haciendo llegar a desconocidos y familiares
y haciendo marcharse a familiares y desconocidos
a algún lugar durante algún tiempo.
Ya no huelo las bolsas de pescado del autobús de la mañana
que torturaba a mi primera juventud
intentando llegar a lo alto de ese absurdo Olimpo llamado progreso,
carrera,
o como yo lo llamaba,
mañanas frías y solitarias en la espera sin marquesina bajo la lluvia que se reía de quienes aún no teníamos coche,
y el refugio de la biblioteca,
inmensa,
con todas sus revistas y libros y congresos,
y el horario tan largo que hacía cuadrado al reloj.
Tampoco veo las horas de estudio tenso y esperanzado,
a la espera del "sí quiero"
y no recuerdo apenas aquellas lágrimas ardientes a las dos de la mañana
de un jueves cualquiera,
a dos pasos de cumplir mi sueño,
y no recuerdo bien los pasos solitarios por el intestino
de la Bestia donde se aprenden cosas,
esos lunes de infarto con las sombras chinescas arremolinándose
en mi cabeza,
no recuerdo todo aquello,
ni tampoco el llanto oleoso y denso y petrolífero
tras la muerte de mi niña,
ángel caído de entre las Grayas griegas ciegas de los héroes,
Dama sin vagabundo,
(vagabundeaste y aún lo haces en mi corazón desierto
y aún sigues mordiendo piedras
a la espera
de que alguien tire alguna hacia el norte
y tú la encuentres, en un rato, yendo al sur,
y la traigas victoriosa
para echarte bajo el banco
donde yo leía alguna cosa).
No recuerdo, ni veo, ni oigo, ni huelo nada de eso,
porque las tres están aquí.
Y por fin, viéndome ir recto,
hacia otro lado,
sin preguntarme a qué huele el presente
me señalaron
y, triunfantes, se dijeron
"a eso huele, exactamente."

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