ROMANCE DE CENIZA
Caen las hojas en la arena
de la playa alicaída,
donde hay manchas verdes, rojas,
y la espuma ennegrecida;
caen castillos optimistas,
se hunden entre sales frías,
los erizos moribundos
sellan todas sus salidas,
danzan como en el Oeste
los ovillos, ruedas finas,
impregnándose de conchas,
ahuyentando la saliva,
besos que, entusiasta siempre,
a su orilla el mar envía;
caen los rulos de los nidos
y, entre nubes de cobriza
chamusquina, caen miradas
muy cansadas, muy heridas.
Tres mujeres muy ancianas,
que entre pastas aún se miran,
escurriendo entre sus dedos
asas de tazas muy finas.
Repicando contra el plato
crujen, ¡rara sinfonía!,
tremolando se desborda
su pesar, qué homilía...
No es otoño, eso da igual,
el jilguero nunca pía
si en la primavera falta
un poco más de alegría.
Es su casa un cementerio
donde cenan las arpías
que algún día lamieron cera
y ahogaron al buen guía.
Es su casa un calendario
donde a cruces matan días,
pero no por devorarlos
saboreando la sandía,
aprovechando el dulce jugo
a dientes, babas y pepitas...
Las cruces de la Gran Fe
apagan luces a porfía,
sangran dientes sin morder,
se estropea la comida,
la despensa es un rosario
de miserias, de ir a misa,
un favor que nadie hizo,
nadie hará... ¡Qué mentira!
Los cristales: sucios, rotos;
las ventanas: fugitivas;
los suspiros: palpitantes;
el silencio: hiedra fría.
Frías manos maceradas,
abortada algarabía,
encerradas sus pasiones,
amigas desconocidas;
miran cómo caen las hojas
en la arena alicaída
de una playa que hoy, sincera,
tuerce el gesto, está bravía:
se enfada con su rencor
de naufragios de aquel día,
escozor de heridas viejas,
el rencor que nunca olvida,
sangre y luces derramadas,
el amor que nunca afina,
soledad llena de cuento,
rosa herida y sin espinas:
no la herida del tropiezo
que escuece, en carne viva;
no el dolor de equivocarse,
perder mucho en la partida;
el dolor infame, eterno,
de no haber movido ficha;
el tener todo ahorrado
y darse cuenta, ¡qué desdicha!,
del absurdo del cuidado
al que no sigue la vida,
ver lo poco que nos queda
y cuánto pesa la mochila,
tan llena de paños secos,
llena de “no todavía”,
no tan llena, ciertamente,
en el fondo tan vacía...
Estrujándose los sesos
busca en su memoria herida
aquellos años infantiles:
tres muchachas, nueva vida.
Matrimonio entre dos viudos,
renovada la familia,
esperanzas aplacadas,
muchas promesas fingidas,
una madre poderosa,
ahora anciana con pastillas,
incapaz de dar afecto,
de curarles las heridas,
de ser madre generosa,
cariñosa con tres hijas,
mucho escuecen hoy los ojos
y al mirar afuera guiña
un ojo a aquella gaviota,
ave sucia de rapiña,
largas alas blancas rompen
el perfil de la campiña
cuando trae volando, lejos,
de la playa porquerías.
Blancas alas, aún sin plumas,
su hermana mayor tenía,
ella, la menor, un pato
más que un cisne parecía.
Su complejo siempre ahí,
bien regado lo tenía,
enseñantes, profesores,
madre y la santa familia,
todos a una, siempre duros,
comparaban su valía,
su destreza en el piano,
su francés, su alma pía,
perdedora en el contraste,
siempre uno a cero iba.
Si avanzaba, era tarde,
si paraba, la reñían;
llora triste, empaña lentes
de anciana dolorida.
Juventud atolondrada,
chismes, cuentos, ¡tonterías!,
nunca fue feliz, ¡qué sola
iba a estar toda su vida!
Si supiera aquel entonces
cuán poco aquello valía,
si no hubiera abandonado
la esperanza en “todavía”...
En la otra silla, junto a ella,
ajena a esta retahíla
de recuerdos y dolores,
de verdades y mentiras,
agrandadas por afectos
que llegan con furia e ira
y no siempre son reflejo
de lo que fue ayer la herida,
se encontraba, silenciosa,
una madre desposeída,
su cabeza era un nido
donde no había más que migas,
restos de ideas confusas,
un paté de sangre y misa,
de pecados capitales
practicados sin desidia,
una masa tan oscura
como el vientre en la parrilla...
Una madre enajenada,
bomba de relojería,
una vida aplazada
hasta que algo diga arriba
que llegó el momento exacto,
el instante de partida,
ese en el que se recoja
lo que queda de la diva.
Una madre traicionera
incapaz de amar sus hijas,
pero experta en tenerlas
avanzando en las casillas.
Una mujer de su época,
peón de ajedrez, ¡qué ficha!
Le hubiera encantado
tener tiempo para amigas,
caramelos y amores,
sonrisas cómplices, pillas,
juegos de niñas felices
que aprovechan bien la firma;
pero ella no tuvo tiempo,
su papel, protagonista,
era situar a la hija ajena
do´ las suyas no podrían,
¡qué tristeza, qué destino!
¡qué dolor, tanta ironía!
Permitir ver vieja y sola
a la carne compartida,
a los seres que habitaron
sus entrañas más rojizas,
aquellas que nunca oyeron
más que dentro sus cantigas,
su voz queda y amistosa,
su promesa inmerecida:
darles sitio en su mundo,
pero como señoritas,
aunque él muriese pronto,
lo besó la Muerte fría,
aunque aquél llegase tarde
y aún encima tuviese hija.
Una hija muy guapa,
heredera inmerecida,
de un hermoso pelo rubio,
envidia loca de las niñas,
además de una voz bella
con la que pronto sería
la elegida de aquel cuento,
la princesa prometida,
aquella que calzase el reino
con cristal que la Madrina
regaló entre ratas buenas
a la buena de la niña.
Una madre que sufrió
el desdén de la ironía,
pues murió el esposo amado
legando cruel profecía.
La tercera en el lugar,
una dama anciana y fría,
con ojos de otra galaxia
esta escena analiza.
Fuera, llueven playas secas,
donde danza la otoñía,
dándose la mano hermosa
con las olas que patinan
entre sueños infantiles
y resacas de heroínas.
Dentro, dos mujeres muertas
aún no saben que la vida
se les fue llorando solas,
encerrándose en tinas
con obtuso aceite hirviendo,
con sulfuro, hiel y harina,
empanándose los ojos
con dolores y mentiras,
odiando a la joven loca
que aún ahora desafina
versos cojos de emoción,
notas tercas de insulina,
cercos prietos al espíritu
que no sabe lo que olvida,
que no olvida lo que tiene,
que enmudece por envidia.
Caen arenas del reloj
que custodia nuestra herida,
una herida llena de humo,
con sólo una medicina,
una playa donde mueren
llantos natos en campiña,
donde caen todos los sueños,
caen las hojas, cae el día.
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