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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado

Relato ferroviario: "¡Pasajeros al tren!"

Relato ferroviario: "¡Pasajeros al tren!"

"Pasajeros al tren"
 
Estoy esperando en una estación de trenes. Me senté en uno de los bancos en los que no había ningún vagabundo. Había poco donde elegir. Está frío, huele a humedad y la pintura se cae a trozos. Deberían retocarlos, hacerlos más habitables.
Son las seis y media de la mañana. Supongo que la media hora que me queda por delante pasará rápido. Odio esperar, me pone de los nervios.
Suenan ruidos de motores en la estación y los pasos de la señora de la limpieza son el único rastro de humanidad en este invierno infame. Meto las manos en los bolsillos de la cazadora, tengo frío, no encuentro nada más que dos monedas de veinte céntimos, un viejo mechero que casi no tiene gas y una caja de Ducados rubio toda andrajosa con sólo dos pitillos medio rotos.
Creo que tengo hambre. Digo "creo" porque la sola idea de meterme algo sólido en la boca me provoca arcadas. Por otra parte, siento más vacío que nunca el estómago. La vomitona de las cinco y cuarto me dejó en números rojos.
Mi reloj biológico está desconcertado, si no tuviera un reloj enorme en la estación que impone su hora no sabría si es de noche o de día. Las borracheras me desconciertan. Me atraen como la altura al trapecista: una pasión que se nutre de la hábil combinación de temor al vacío y el deseo de surcar desnudo y sin ayuda un mar de llamas, aplausos y miradas asombradas. Ojos que desearían ser tú en ese instante, volar como águilas, para inmediatamente desterrar esa idea, agarrarse fuertemente al asiento y contener el aliento en un acto de capitulación.
Las risas de dos vagabundos que se acercan me arrancan del circo y me postran en este banco sucio. Vuelvo a ver el reloj, sorprendentemente aún son las siete menos veinticinco. El tiempo es misterioso e intransigente, desolador, en ocasiones te llena de vacío y otras veces te vacía de la nada que intentas atesorar en momentos de soledad buscada.
Los guardias de seguridad miran recelosos sus relojes, y con cara de alivio reciben el ansiado cambio de turno, pasándole el testigo a sus aún somnolientos y legañosos compañeros.
Enciendo con dificultad el mechero y al tercer intento logro empezar el pitillo. Espero que no cucharee en esta ocasión. El sabor del tabaco es sorprendente, mezcla la sequedad infinita del desierto con el calor sofocante de un horno panadero y el sabor impío de un filete reseso o una corteza de tocino. Me seca la lengua, me llena de humo la garganta y, a su paso, cubre de ceniza mi esófago. En ocasiones me produce tos, pero cuando sale triunfal por la nariz o tontea con mi lengua en un descuido rumiante pide a gritos otra calada. Es un vicio peculiar, molesta a los demás cuando no quieren exponerse a un cáncer de pulmón inesperado o cuando no quieren que su ropa apeste al día siguiente pero se olvidan de que esa ropa irá a la lavadora sí o sí y que las enfermedades vienen como los arco iris con la lluvia.
Son las siete menos cinco, ha volado el tiempo. Ya me queda menos para mi viaje. Lo estuve planeando detenidamente, pero las cosas a veces salen mejor si dejas que fluyan libremente.
Mamá no lo va a entender, papá ni se habrá enterado de mi ausencia hasta que tenga que pedirme otra vez algún favor, y mi hermana me aturdirá a llamadas por el móvil. Mejor lo apago, quiero estar tranquilo.   
La verdad es que no tengo miedo. Últimamente me empezaba a cansar de las rutinas, de los compromisos, de las reuniones vacías y los encontronazos inesperados. Por eso me voy. Me marcho.
Son las siete menos tres minutos.
El tren debe de estar llegando a la estación.
Me levanto, camino a lo largo del corredor de la vía número 3 y vacío poco a poco mi mente, mis sentimientos, mis pensamientos. Noto cómo mi corazón se acelera, me golpea en el pecho como queriendo salir, siento en la sien una pulsación cada vez más frenética (un tamborileo incesante o un taconeo en el tablao flamenco de mi falta de consideración para con mis seres queridos), mi respiración se entrecorta. Empiezo a correr hacia el final de la vía. El tren está allí, ahí, aquí, se acerca con un pitido inaugural. Acelero, dejo caer la bolsa con mis llaves y el bocadillo de chorizo. Salto. Cho...

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