"Es verano", nuevo relato
Es verano.
Abres la cartera: el DNI, la tarjeta sanitaria, un par de tiques, tres fotos de carné y algo de dinero. Dos billetes de 5 euros medio rotos, uno de diez y cuatro monedas. Suman 23,70 euros.
Cierras la cartera. La guardas en el bolsillo.
Coges una caja de tabaco medio aplastada y la abres. Hay truja. Buscas un grinder en los bolsillos... No hay suerte. Buscas papel de liar... Mierda, no hay Rizzla. Te conformas con los tres papelitos que quedan en el cartoncito de OCB que encuentras en el bolsillo de detrás del pantalón.
Te lías un porro.
Fumas.
Un humo espeso y con cierto sabor a madera seca te hace toser al principio, pero insistes y finalmente te acostumbras a su tacto.
Cierras los ojos y reclinas la cabeza hacia atrás.
Te estiras un poco.
Es verano. Tienes trece años y tus amigos del colegio se han cansado de burlarse de ti. Con el final del curso y la playa las tensiones acumuladas a lo largo del año parecen absurdos resentimientos innecesarios.
Tu verano será muy diferente al suyo. No hay dinero. Papá ha perdido su empleo y mamá sigue en su línea habitual... Malditas tragaperras.
Trabajas paseando los perros de las vecinas, haciendo recados y ayudando a carga descarga en un almacén.
Es verano.
Por un momento deseas que termine agosto y empiece de nuevo el curso.
Pero Pedro está ahí, esperando por ti. Con sus puños de matón, hijoputa, seguirá haciéndote odiar los recreos.
Pero eso ya acabó, porque es verano.
Das otra calada, muy intensa. Abres los ojos.
Notas un hormigueo en la punta de la lengua. Esta mierda es cojonuda. Te encanta.
Buscas con la vista alguna ventana abierta en la habitación. Nada. Todo cerrado a calicanto.
Das otra calada.
Es verano.
Los teléfonos móviles aún no existen, al menos no de forma generalizada, y llegas tarde.
Quedasteis a las cinco en punto y ya van para las y cuarto. Aún te quedan diez minutos, suponiendo que aparques sin dificultades.
Tienes 21 años.
Marta no es de ese tipo de chicas que esperan pacientemente. Igual ya se ha marchado.
Logras aparcar y cuando estás a punto de llegar a la puerta del centro comercial te la encuentras de espaldas, marchándose.
La alcanzas por detrás, apoyando tu mano derecha en su hombro.
Se gira. No es ella. Te confundiste.
Te disculpas y retrocedes. No está. Se fue.
La has cagado.
Sigue siendo verano.
Te quemas un poco los labios al llegar al final del porro y eso te fuerza a abrir los ojos bruscamente, regresando al cuarto donde estabas, sentado en una esquina, con la mirada perdida en medio de un terrible caos.
Te levantas, das un par de vueltas en círculo.
Vas al baño.
Te lavas las manos.
No sale.
Sigues intentándolo.
La jodida sangre no sale. Ni de las manos ni de la ropa.
Te quitas la ropa. Toda.
Te sientes sucio.
Asqueroso.
Abres el grifo del agua caliente de la bañera y esperas a que se llene, ahí, en pelotas, medio sentado en el bordillo de esa jodida bañera del año de la polca, con unas horribles cortinillas que se enganchan y rompen al tirar de ellas.
Buscas una toalla. No hay.
Al menos no limpia.
Regresas al cuarto escuchando de fondo el agua. Es relajante, un sonido muy relajante.
Coges la sábana de la cama: está sucia, no te vale.
Buscas en el armario, por si hubiera alguna de recambio.
Nada.
Echas un vistazo general.
Menuda mierda.
Vuelves al baño. Te metes en la bañera. Echas jabón en la mierda de esponja que hay, y te limpias un poco.
No sale nada de sangre.
De un modo frenético e incontrolable, empiezas a rascarte con lo que te queda de las uñas (siempre te las comes, algún día te harás un muñón... ¡cállate, mamá!), y cuanto más lo haces más sucio estás. Sigues y sigues. La bañera se tiñe de un rojo tan oscuro que casi parece violeta.
Paras de repente. Respiras hondo. Muy hondo. Apoyas la cabeza en la pared y, con el grifo aún abierto, te dejas escurrir poco a poco, hasta que el agua te cubre la mitad de la cabeza.
Es verano. Este año papá sabe que tendrá que cumplir lo que te prometió: si apruebas todas te llevo al parque de atracciones.
Estás más ilusionado de lo habitual en ti, un niño de 8 años con problemas de relación. En el cole no saben cómo canalizar tu energía para sacarle provecho. En esta época el sistema escolar no daba nombre a tu caso, pero si nacieras 20 años más tarde el equipo de orientación se devanaría los sesos para decirles a tus padres que lo tuyo no era normal, que necesitabas una atención especial y especializada.
Es verano.
Tus ilusiones se posan en el boletín de notas que te da la tutora, que con su firma enorme y de letras redondeadas da validez y precio a un curso de esfuerzos.
Al llegar a casa papá las lee con orgullo en voz alta, asignatura por asignatura, comentando la importancia que tiene estudiar para el día de mañana ser alguien de provecho.
Esperas ansioso a que diga la frase mágica.
Se te acerca y te dice: Hay que celebrarlo. Hoy comeremos fuera de casa. Te da una palmadita en el hombro y se va al baño. Así. Sin más.
Sacas la cabeza de la bañera. Sigue cayendo agua. Cierras el grifo. Te incorporas.
No hay forma de limpiar la sangre.
Te rindes y optas por ponerte ropa por encima.
Te diriges al salón, esquivas los bultos del suelo y te acercas al armario. La camisa te queda un poco apretada, pero te la pones.
El pantalón no hay forma de ajustarlo, así que te coges un cinturón y, sin ser capaz de cerrar el pantalón, sujetas firmemente el cinturón por encima. Así seguro que no se cae.
Vas al baño otra vez. Te peinas. Te echas un poco de colonia.
No te convence pero peor es nada.
Vuelves al salón.
Tienes sed. Y mucha hambre.
Esta mierda es de la buena.
Abres un cajón y encuentras una bolsita con coca.
Sacas el DNI, te haces dos rayas.
Maldita sed.
Abres el mueble bar y ahí ves una botella de whisky.
La abres. Te bebes un par de tragos, directamente de la botella.
Te sientas sobre la cama.
Observas la escena.
No te gusta. Estás incómodo.
Te tumbas en la cama, en diagonal, panza arriba, y clavas los ojos en el techo.
Hay manchas de humedad. Lamparones enormes y alguna grieta.
Es un cuarto muy cutre. Ves las tarifas en la hoja de propaganda: 45 euros una noche, desayuno incluido.
Normal.
Un hotelucho de mierda en un pueblo de mierda.
Cierras los ojos.
Es verano.
Marta y tú empezáis a salir. Ella tiene 17 años y tú 19. Te sientes importante. Ya tienes novia. Que se jodan esos cabrones que tanto se reían de ti cuando te veían caminando solo por las calles del pueblo.
Es una tía maja, con una cara normalita del todo pero unos grandes ojos que te vuelven loco. Su risa es contagiosa, y aunque es una chica muy seria para algunas cosas te trata bien en el catre. Lo hace muy bien. Sabe lo que te gusta y lo hace todo de buena gana.
El hecho de estar un poco gordita ayuda a prevenirte de celos y cuernos, ya que las modas apuntan a otro perfil de chica. Mejor para ti.
La conoces desde siempre, por lo que ya tenéis mucho camino avanzado.
Te sientes, por una vez, querido. A salvo de la horrible soledad que tanto conociste antes.
Os queréis, es un amor adolescente. Parece que todo durará eternamente, que no necesitáis nada de nadie y que el mundo está hecho a vuestra medida.
Es verano.
Por fin te gusta esta estación.
Llaman a la puerta. Abres los ojos. Servicio de limpieza. Los mandas al carallo. Pides diez minutos para recoger tus cosas e irte.
Se marchan.
Te incorporas.
Todo está patas arriba. Te ves las manos: tienes heridas, tienes mucha sangre, te duele mucho el hombro derecho y no sabes por qué.
Das un par de pasos. Descubres en el suelo dos montones bastante grandes, con mantas encima.
Sientes una punzada en el estómago. Te da un apretón. Corres al baño. Te sientas en el trono.
Estás algo mareado. Piensas.
Es verano. Mamá sigue yendo a rehabilitación para superar su ludopatía. Ya se fundió los ahorros de papá, los de la tía y los de la abuela.
La familia está que trina con ella, pero no pueden hacer nada. Está enferma.
Te sientes muy solo. Llegas de clase un día sí y otro también, con ganas de contarle a alguien algo de lo que has hecho, de lo que te ha ocurrido ese día, pero no hay nadie que te pueda escuchar.
A tus quince años sabes que eres un adolescente complicado, con tus necesidades, pero ni tu madre está para monsergas, ni tu padre está en casa, todo el día trabajando en lo que le sale al paso.
Es verano.
Quedas con algunos compañeros de clase para hacer un trabajo de recuperación para septiembre en la biblioteca. En el camino de vuelta te lo encuentras. Pedro te espera con los brazos cruzados. No le ha gustado que lo delataras al jefe de estudios por haberte pegado en el recreo, y te va a caer otra. Lo sabes. Se acerca a ti y te coge del brazo, te lleva a empujones a un callejón y saca de su bolsillo un porro recién liado. Fuma, te ordena. Fúmatelo entero o te parto la cara.
Fumas.
Nunca antes lo habías hecho, así que toses una y mil veces. Cada vez que toses, Pedro te golpea en la cabeza, con la palma de la mano abierta. Cada vez más fuerte.
Fumas con ansiedad, sin saber muy bien cómo tragar el humo, cómo soltarlo por la nariz o por la boca... Toses frenéticamente. Te golpea una y otra vez. Acaba dándote un puñetazo en el estómago, y cuando doblas te parte los morros. Ya en el suelo, te da un par de patadas y se aleja, riendo.
Tiras de la cadena. Te levantas muy mareado.
El baño apesta. Ahora de un modo que no sabes cómo arreglar. Entre la sangre y lo que acabas de dejar crees perder la perspectiva.
Te acercas a los dos bultos.
Apartas las mantas. Un impacto te tumba para atrás. No te puedes creer lo que ves. Dos cadáveres. Un hombre y una mujer.
Tienen una brecha enorme en la cabeza, probablemente hecha con un palo o similar.
Tu corazón late tan rápido que no sabes muy bien qué hacer.
Te lías otro porro. Lo enciendes. Está muy fuerte pero lo necesitas. Te bebes un par de tragos de whisky.
Te duelen los ojos.
Abres las ventanas, necesitas algo de aire. Observas a través de la ventana y ves que abajo, en la acera, hay un grupo de gente rodeando un objeto. Cuando te asomas miran arriba y te ven. Te señalan. Una mujer chilla. Te asustas y cierras la ventana.
Estás muy acelerado.
Te acercas a los dos cuerpos, están boca abajo. Es extraño, parece que los pusieran así adrede.
Giras el cadáver de la chica, una mujer de unos 30 años. Cuando ves su cara te quedas sin respiración. Es Marta.
Es verano.
Llevas ya tantos años en esta celda que no sabes muy bien cómo pasó todo.
Tienes ya 59 tacos y en el centro te consideran una autoridad, no tanto por tus habilidades sociales como por tus antecedentes penales.
Tienes 31 años. No lo sabes aún, pero Marta ha quedado hoy con otro hombre para cenar y, ¿quién sabe?, disfrutar de una romántica noche en algún hotel.
La vida en la gran ciudad no la llena tanto como ella había pensado. Después de vuestra ruptura se aleja todo lo que puede de ti y trabaja como dependienta en una tienda de ropa.
Buscando en las redes sociales se agrega a un grupo de antiguos alumnos de vuestro colegio.
Adivina por dónde hace buenas migas con Pedro, que ahora se gana la vida jugando profesionalmente al golf - con lo bruto que era...
Es verano.
0 comentarios